No bien asumió el poder, el gobierno provisional de la República
empezó a suspender diarios de gran circulación, y, si se tiene en cuenta que
casi todos los ministros procedían del periodismo, habrá que comparar este
hecho histórico con el de Hernán Cortés, cuando, en su propósito de no
abandonar jamás ni un palmo del territorio que conquistase, quemó todas las
naves al llegar a Méjico. Yo me encontraba, a la proclamación de la República,
en Nueva York, enviando correspondencias al ABC, y decidí regresar a España.
Por cierto que en la hoja de desembarque, allí donde cada cual tiene que
declarar el objeto de su viaje, puse “solicitación de un alto cargo”, lo que,
por un sí o por un no, me valió la más amable acogida por parte de las
autoridades del puerto. Huelga decir que aún no he solicitado nada; pero en
aquellos días un español que al repatriarse no tuviera intención de pedir algo,
se hubiera hecho sospechoso, y a mi no me gusta crearme complicaciones cuando
estoy viajando.
Ello es que a los dos meses, más o menos, de proclamarse la República, yo me encontraba
en Villagarcía de Arosa esperando el tren de Santiago para ir a Vigo y
trasladarme luego a Madrid. No recuerdo ya la hora a que el tren debía encontrarse
en la estación; pero habían pasado diez minutos y aún no había llegado. De
pronto se oyó un ruido.
-El tren. El tren –dijo la gente.
-Ya viene.
El ruido, sin embargo, tenía más de humano que de mecánico. Era
un ruido así como de toses, gemidos y estornudos. No parecía sino que alguien,
una persona asmática probablemente, estuviera echando el bofe a un paso de
nosotros.
-El tren. Ya está ahí –seguía diciendo la gente.
Y era el tren, en efecto; pero aún no estaba allí. Desde el
punto donde se encontraba hasta la estación había una cuestecilla, y el tren no
tenía fuerzas para subirla. Pasaban ya veinte minutos de la hora de llegada. El
tren soplaba, jadeaba, suspiraba, y la impaciencia del público iba
transformándose en un sentimiento que tenía mucho de piedad. Ya conocen ustedes
la ternura del alma gallega. Al ver los esfuerzos desesperados de aquel tren
tan viejecito, una mujer del pueblo exclamó a mi lado:
- ¡Pobriño!...
Y, contagiado por el ambiente, hasta yo mismo, que llegaba de
Nueva York comencé a sentir remordimientos por haber ido a la estación con
demasiado equipaje…
Por fin, en un esfuerzo supremo, el tren logró dominar la
cuesta, y al poco rato aparecía en el andén, donde unos hombres, con la mayor
solicitud, le hicieron tomar algo de agua, mientras otros le daban frotaciones
y lo limpiaban del polvo y la
carbonilla.
Y hemos aquí ya en plena cuestión conceptual. No bien hubo el
tren entrado en agujas, cuando un señor, no lejos de mi, exclamó a grandes
voces:
Pero, ¡habrase visto un escándalo semejante! ¿Cómo hay todavía
autoridades que toleren esas máquinas?
- Tiene usted
razón –le dijo otro señor- La verdad es que esa máquina para lo único que
estaría bien es para tostar cacahuetes.
-No. Si yo no me refiero a la máquina precisamente –repuso el
señor de las grandes voces-. La máquina es lo de menos. Lo que me parece
intolerable es que se llame como se llama. ¿No ve usted la placa? “Alfonso
XIII”. Llevamos ya dos meses de República, y aún no le han cambiado el nombre.
Es un verdadero escarnio…
En esto, yo tuve que instalarme en mi vagón, y no oí más; pero
hasta que llegamos a Vigo –y el tren tomó con bastante calma la tarea de
transportarnos- fui pensando en la extraña psicología de aquél hombre, buen republicano
al parecer, que no sentía el menor deseo
de sustituir con otras mejores las pésimas máquinas de nuestros trenes; pero
que quería a toda costa ponerles unos nombres nuevos. Aquel hombre había
votado, sin duda alguna, a favor del cambio de régimen, y se daba por
enteramente satisfecho con que este cambio quedase consignado en los nombres de
las cosas; pero si las cosas no cambiaban, ¿qué clase de cambio era el que
había que consignar?
Luego, en Madrid, me encontré a millares de republicanos con la
misma mentalidad, y el señor de Villagarcia fue perdiendo interés para mi.
Donde decía “calle de Alfonso XII” aquellos republicanos ponían “calle de
Alcalá Zamora”. Donde decía “plaza de Bilbao”, ponían “plaza de Ruiz Zorrilla”.
No quedó un hotel con nombre monárquico, aunque en ninguno de ellos se procuró
mejorar la comida y el alojamiento. El teatro de la Princesa tomó no sé que
otra denominación, así como el Infanta Isabel; pero de las tonterías que solían
representarse en ambos no se preocupó nadie. Los duques quedaron convertidos en
ex duques, como si antes hubieran sido duques realmente, esto es, como si el
título ducal hubiese constituido hasta el advenimiento de la República un cargo
en activo. Al Real Cinema se le llamó Cine de la Ópera, y si el Royalty sigue
siendo el Royalty, es porque, según parece, nadie se ha enterado aún de que royalty quiere decir realeza.
Si señores. La cosa me parecía increíble; pero tuve que irme
convenciendo de que son legión los republicanos que, habiéndose creído durante
la Monarquía partidarios de un cambio de régimen, no fueron nunca, en rigor,
más que partidarios de un cambio del nombre del Régimen.
…
Julio Camba a los trece años dejó su familia, y como polizón,
emigró a Argentina. En las orillas del Plata sentó plaza de “bullicioso y
perturbador anarquista”, pecados de juventud,
teniendo que salir de allí, también sin pagar el pasaje, aunque esta vez
no de polizón, sino por cuenta de la policía.
Colaboró con El Imparcial, El País, Diario de Pontevedra, España
Nueva. Como corresponsal de ABC vive en París, Londres, ciudades alemanas…
Nueva York; el trotamundos vuelve a España, a Madrid, hecho todo un políglota,
sabía alemán, inglés, francés, italiano, algo de turco, algo de griego, algo de
ruso.
Infatigable viajero, sagaz observador, profundo humorista; como
escritor, pocos alcanzaron la propiedad en exclusiva de un estilo tan suyo, tan
libre, se burlaba de todo.
Saludos
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